El cronista Héctor de Mauleón escribió:
En el siglo XVI, la manera de beber de los mexicanos escandalizó al cronista Juan Suárez de Peralta: “No creo que haya nación en el mundo que tanto se emborrache; porque no beben por sólo satisfacer el gusto y la sed, sino hasta caer, y hay indio que se bebe cuarenta reales de vino de una vez, y por beber más, cuando les parece no pueden más, meten los dedos en la boca y lanzan lo que han bebido para volver a beber más”. Varios siglos más tarde, el médico porfiriano Fernando Ponce lamentó el cuadro que presentaban las calles de México, saturadas de ebrios derrumbados sobre las aceras, y de borrachos que exhibían sus cuerpos hinchados en cualquier esquina. En 1911, desesperado ante la nutrida corte de militares, policías, comerciantes, empleados y “hasta mentores de la niñez” que a causa de la bebida llegaban diariamente a las cárceles y los hospitales del porfiriato, entregó a la imprenta de Murguía un tratado sobre El alcoholismo en México. [...] Pensamos en el porfiriato como en la hora dorada del coñac, y de las tardes verdes del ajenjo. En uno de sus mejores capítulos, sin embargo, el tratado aborda la presencia del pulque en la vida diaria mexicana: la costumbre de comer con pulque y de prolongar la sobremesa bebiéndolo; la costumbre de destetar a los niños con éste, bajo la creencia de que a sus poderes nutricios sólo les faltaba “un grado para ser carne”. “Pulque”, según el libro, era una de las primeras palabras que se incorporaba al léxico de los mexicanos; “pulque” era lo que se le suministraba a los niños cuando estaban pálidos y descoloridos; “pulque” era lo que recetaban las madres experimentadas a los críos que lloriqueaban o no querían dormir. El pulque estaba al alcance de la mano a toda hora del día. Ponce detectó innumerables casos de mujeres de clase media que llegaban al crepúsculo en completo estado de embriaguez y, por temor a ser mal vistas, se refugiaban en sus habitaciones “con fútiles pretextos”. Mujeres que al día siguiente volverían a disimular “sus libaciones so pretexto del calor o la sed”.
Fieles a la tradición, junto con la famosa banda pesada de los barrios del Nopalar, del Escozor y de los Quevedos (también conocidos como los "Quebeben"), es decir, lo más picudo del valiente estado de Guerrerro, un día de esos que se llaman gloriosos, nos encaminamos, después de unos buenos mariscos en Chicoloapan de los Altos Topes, hacia la ruta del pulque. A pesar de ser conocida la afición de los guerrerenses por el mezcal y el tepache, así como por la cerveza, esta vez decidimos probar suerte con la bebida de los dioses. En el pueblo de Coatepec encontramos una jornada de fiesta que no pudimos evitar (nosotros que ya veníamos picados) y vimos con las puertas abiertas, casi incitándonos a entrar, empujándonos hacia sus fauces, una pulquería que en ese momento se animaba con el rock de El Tri.
Antes de entrar al aposento nos percatamos de la existencia de un barril estilo "Chespirito", donde cualquiera que tuviera la gracia de imitar al Chavo del ocho podría hacerlo sin dificultades y con el mínimo esfuerzo que implica exhalar un "pi pi pi pi pi", seguido de la acción de frotarse los ojos llenos de lágrimas y refugiarse en el depositario de su tristeza, es decir, el consabido barril. Justamente en el umbral de acceso a la pulquería nos pareció ver (como diría Piolín) unos vitroleros que parecían contener aguas frescas, cosa que pronto descubrimos como una inocente ilusión, pues la bebida era más bien nuestro pulque tan anhelado.
Como decía, arribamos al recinto del agave, un local pintado todo de blanco que aparentaba higiene, con un baño guacareado que denotó lo contrario hasta que el gerente de la pulquería se dispuso a limpiarlo. Nos enfrascamos en charlas y cantaletas propias de nuestro grupo, pero más que nada nos dedicamos a libar y darle gusto al paladar, a la garganta y al placer etílico con pulques de los más diversos sabores, colores y olores, desde mamey hasta avena, de piña a coco y de fresa a nuez... Empanzonados, medio ebrios y con la alegre indiferencia que provoca saber que era domingo y al otro día teníamos que ir a trabajar, decidimos organizar un concurso para honrar a nuestros antepasados, reafirmar nuestra identidad y expresar con orgullo que también tenemos historia. Consistió en imitar una famosa fotografía de unos tiernos pulqueros, cuya autoría y fecha son desconocidas, aunque se sabe que fue tomada en los tiempos que va de la decadencia del Porfiriato a los inicios de la Revolución mexicana (1905-1915). El certamen contó con la participación de todos los convivados y los ganadores se llevaron un regalo sorpresa que fue disfrutado a más no poder. Después de un gran esfuerzo histrónico y de una actuación de calidad excelsa, el resultado (incuestionable y admitido de manera unánime por el prestigioso jurado) fue el siguiente:
Concurso: "Clásicos de ayer y hoy"
Encuentre las diferencias
El premio de los afortunados ganadores
Después del concurso y de la entrega del premio a sus respectivos merecedores, nos retiramos de la ya afamada pulquería, no sin antes prometer bajo palabra de honor que regresaríamos para disfrutar nuevamente de la llamada -con toda razón- "bebida de los dioses" y de sus consecuencias, que con extremado gusto y con la frente en alto aceptaremos como si fuera la primera vez.