sábado, 15 de enero de 2011

Cómo se escribe una crónica


Empecemos. Cómo hacer una crónica. Entre la noche álgida recostado sobre el sofá me inclinó y contemplo... No, no, no y no... Piensa... Piensa... La luna menguando frente a mi ventana, mientras un perro solitario ladra por su territorio; mis ojos alcanzan a vislumbrar las últimas luces de la noche, los faros de los comercios que desaparecen para terminar un arduo día.

Yo, mientras, solo en mi cuarto, alumbrado únicamente por el fulgor ámbar de una lámpara rústica y antigua, pero de mi agrado. Al enrollarse una cortina metálica se anuncia el cierre del último establecimiento comercial de la manzana que quedaba vivo entre la fría oscuridad. Ahora todos a dormir. Todos, excepto yo y el perro que sigue ladrando no sé a quién ni a qué, tal vez a un fantasma; no, no conviene que piense eso, porque en dado caso puede darme miedo y así no voy a empezar esta crónica.

Seguiré con la esperanza de no quedarme sin luz, porque me encuentro en algún punto de Iztapalapa y, para ser honestos, en esta delegación los apagones son cotidianos. En fin. Aquí me tocó vivir. Aquí a diez minutos del famosísimo –eso digo yo– y agraciado –eso dice mi papá, quien es un visitante consuetudinario– Cerro de la Estrella. Sí, ahí donde se une la multitud para representar la crucifixión en la Semana Santa, y donde –dice mi devota abuelita– pudo haber filmado Mel Gibson La Pasión de Cristo. Ay abue.

Ahora el silencio inunda totalmente mi nocturna y fría empresa. Mejor, tal vez así me concentre y no ande pensando en escenarios de películas. Silencio ahora interrumpido por el vuelo de un avión. Me asomo para ver, pero no veo. Sólo un negro paisaje: el faro de la calle no funciona ni alumbra como debiera.

Ahora me siento frente al escritorio para ahora sí empezar esta crónica. Debe quedar bien hecha. El escritorio no me causa inspiración alguna, es café y está viejo, rayado, pintarrajeado, con cera pegada de las velas que usamos en el último apagón, de madera roída, incluso llega a ser un poco misterioso y fantasmal. ¿Fantasmal? No, dije que no iba hablar de eso y no lo voy hacer, porque me da miedo y quiero terminar mi crónica; claro, nada más que la empiece.

La pared tampoco me inspira, ya le hace falta una pintada, y resanarla, es color durazno deslavada en mugre y rayones de mi hermanito. Llena de fotos del otrora asiduo corredor de mi papá, recuerdos de cuando competía en diversas carreras, desde una pequeña donde dan al ganador un trofeo hasta el agotador maratón. Del muro cuelga un reloj de bronce que me da la hora sin querer: 10:45. No puede ser, llevo casi dos horas y no empiezo la crónica. Dios santo ayúdame, Virgen de la caridad socórreme, décima musa auxíliame.

Y sigo en la pared y encuentro algunas fotografías en blanco y negro sobre la Revolución Mexicana. Y ahí está Emiliano con su figura y mirada inquebrantables, galante, posando con el fusil en la mano y su sombrero de charro. En otro lado están Villa y Obregón –cuando todavía tenía brazo–, juntos, serios, delante de todo un ejército.

Ya me aburrí. No veo nada interesante. Si ocurriera algún incendio enfrente de mi casa, o una tragedia al vecino, si lloviera y se inundara la calle, si hubiera una pelea en la esquina, un choque de automóvil, unos novios disfrutando placenteramente de la oscuridad... No sé, algo interesante, algo periodístico. Si no ¿de qué voy hacer mi crónica? Espera... Oigo el derrape de unas llantas... ¡aaahhh!... Nada.

Y ahora lo que me faltaba: un mosquito. De por sí no me logro concentrar y este pinche mosco se esfuerza en molestarme. ¡Pinche mosco! Creo que ya me enojé. Su zumbido es angustiante: zzzzzzzzzzzzz... Nada más me picas… No, mejor pícame. Ahora podré decirle a los de la revista: saben qué, un mosquito me picó la mano y, lamentablemente, no pude escribir la crónica que me pidieron, ustedes dispensen. Sí, ya lo tengo: el plan perfecto, el pretexto insuperable. Soy bien chingón.

Ya se fue el mosquito, pero no me hizo nada. En fin. Ni modo. Ahora sí empezaré en serio. Silencio. Tranquilidad. Concentración. Muy bien, sólo me falta elegir el tema de la crónica que seguro será excelente, magnífica, prodigiosa... Aunque pensándolo bien, tal vez yo no sirvo para esto, no se me da eso de hacer crónicas. Creo que este oficio no es para mí. Decidido: soy un inútil cronista, como cronista soy inútil. Me doy por vencido… No, no puedo, tengo que hacerla, muchos esperan más de mí. Lo intentaré: empezaré a escribir: empecemos...

morel