"No un rumor, sino un temblor, pareció prolongar aquel grito."
Martín Luis Guzmán, La sombra del Caudillo
Martín Luis Guzmán, La sombra del Caudillo
Llegó el año del centenario de la Revolución mexicana: 2010, una fecha que se toma como predestinada para un cambio en nuestro país. No sabemos en qué sentido, pero los ánimos se enardecen y se habla de otra revolución, de armas y violencia.
Y claro, hay razones para pensar en ello. Sucede que México está estancado en un camino sin destino claro. Nadie sabe hacia dónde vamos. No hay una idea de país, un ideal de cómo (re)construir México. Parece que eso quedó en el pasado, en el México que concibieron los liberales de la Reforma, en el que construyó Porfirio Díaz, en la nación por la que lucharon los hombres de la Revolución, en el país que se forjó en la primera mitad del siglo XX.
Pero hace varias décadas que no hay una nueva propuesta de México en la cual creer, para que unidos nos dirijamos hacia esa meta, hagamos todo para lograr ese gran fin que nos saque del letargo y -aunque suene cursi- enfoquemos toda nuestra energía para llegar al destino que nos hemos planteado. El filósofo Guillermo Hurtado habla de que hemos perdido nuestro sentido de existencia colectiva como nación, y habría que agregar que algunos de nosotros, en este ambiente sombrío, también hemos perdido nuestro propio sentido de existencia ante la falta de expectativas, ante los esfuerzos frustrados, ante la voz que cae en el vacío: sólo hay dudas, incertidumbre y miles de preguntas. Ya no creemos en el futuro, hemos perdido la confianza de alcanzarlo, de controlarlo. Para otros más, la vida, simplemente, no vale nada, como cantó José Alfredo Jiménez.
Sobre nosotros aun cae la "vieja lágrima" que brotó hace muchas generaciones, como escribió Luis G. Urbina:
[…] Y no soy yo: son los que fueron;
mis genitores tristes; es mi raza;
los espíritus apesadumbrados,
las carnes flageladas;
milenarios anhelos imposibles,
místicas esperanzas,
melancolías bruscas y salvajes,
cóleras impotentes y selváticas.
Hay desesperanza en el ambiente. Lo notamos a diario: "Así no se puede... pero qué le vamos a hacer", "Es imposible", "Siempre es lo mismo", "No puede ser". ¿Y qué pasa con esos comentarios? Nada, pero seguramente pasará algo.
México está herido. ¿Habrá quienes que crean en el destino que nos sugieren las fechas de nuestra historia? ¿El 2010 nos traerá violencia? Alguna vez escuché que los mexicanos somos como un león agazapado, que resiste, espera, aguanta hasta el momento preciso para atacar, para quitarse los obstáculos y avanzar de nuevo. ¿Será?
* * *
Felipe Calderón se adelantó a calmar los ánimos insurgentes, los que llaman a un movimiento armado como el que ocurrió hace cien años. Teme que tanto inconformismo, tanta desigualdad y pobreza, tanto rencor guardado por décadas, tanta gente que no tiene nada que perder, provoquen un estallido que acabe con su gobierno. Por lo tanto, se apropió de la revolución y pretende encauzarla.
"Es hora de detonar las profundas transformaciones que requiere nuestro país para consolidarse como nación democrática y equitativa; la nación independiente por la que lucharon Hidalgo y Morelos, la nación democrática y justa por la que lucharon Madero, Zapata y miles de revolucionarios", afirmó Calderón el pasado 20 de noviembre en la explanada Francisco I. Madero de Los Pinos, donde los panistas han conmemorado, desde su llegada al poder, cada aniversario del inicio de la Revolución mexicana. 2010 es el año de la recuperación económica, comentó hace unos días, aunque en su boca se oye como una falsa esperanza.
Así las cosas, este año -según Calderón- no será para revueltas ni violencia (exclusiva del narcotráfico), sino de transformaciones pacíficas, tan profundas que tendrán la intensidad de una gloriosa revolución, y como tal será grabado en la historia de México.
Por su parte, el escritor Carlos Fuentes, en vísperas de los centenarios, llamó a la renovación nacional, se pronunció a favor de que, a diferencia de los últimos dos siglos, este año diez no traiga consigo un estallido de violencia. "Vamos a movernos, pero yo espero que no sea un movimiento violento. […] Espero que le demos prioridad a la educación, a la justicia, al pluralismo, ante un país muy dividido, con estructuras políticas muy endebles, con partidos políticos nada confiables, con personalidades públicas menos que confiables". En el mismo sentido, Enrique Florescano, historiador, expuso: "Nuestro estado es reproductor de desigualdad. […] Su ineficacia lo ha hecho perder legitimidad ante los ciudadanos"; una visión representativa de esta época, y más aún cuando la complementa con su resignación (¿conformismo, pereza, indiferencia, desesperanza, frustración, desengaño?): "Del Estado sólo podemos esperar que sea lo menos malo posible, pero que sea".
Y como colofón, el Poder Judicial de la Federación transmite desde hace varias semanas un anuncio en radio, bajo la misma línea que el gobierno federal, en el que fija su posición frente los centenarios de 2010. Carente de originalidad, en un tono cursi e inverosímil, el audio termina con una voz que advierte: "Debemos transitar por el tranquilo caudal de la paz, para encontrar el ancho mar de la justicia". ¿Así o más ridículo y pretencioso? ¿Será efectivo el mensaje? No imagino a alguien que, pensando en la posibilidad de tomar el camino de la violencia o apoyar un movimiento armado, reconsidere su propósito y haga caso a los consejos del justiciero Poder Judicial.
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En el año del Bicentenario del inicio de la Independencia y el Centenario de la Revolución, el gobierno federal ha demostrado su incapacidad para conmemorar actos de tal magnitud, no tiene idea de lo que significa. La comisión creada especialmente para organizar los festejos ha cambiado varias veces de dirigente; el arco del bicentenario no es tal, es una torre sin chiste, un palo que será clavado sobre Paseo de la Reforma sin que nadie se sienta identificado con él; los festejos de los gobiernos estatales van desde la creación de la famosa papa "Corregidora" hasta carnavales, nadie reflexiona en realidad sobre qué significan los procesos que ha vivido México, sólo se unen al despilfarro a favor de la patria, a la faramalla que resulta de gastar el presupuesto en actos meramente efectistas, sin entender qué debemos conmemorar en 2010.
Las autoridades no tienen aprecio, no valoran realmente la historia mexicana, parecen ajenos a ella. El gobierno federal pensó una campaña francamente ridícula, llamada "Orgullosamente mexicanos", de la cual recuerdo a unos niños con la playera de la selección mexicana de futbol y un balón en las manos, muy alegres, muy sonrientes, dicen que todos debemos celebrar el nacimiento de nuestro país y sentirnos orgullosos de ser mexicanos. ¡¿Eso significa para las autoridades la independencia de México?! ¿Esa es su interpretación del proceso histórico que ha vivido el país en 200 años? Qué mediocre, la verdad; qué limitados e ignorantes.
Podemos sugerir una causa de esa indiferencia: el Partido Acción Nacional no se identifica con la Revolución, no se asume como producto de ella (tal es el caso del PRI), no tiene nada qué agradecerle ni nada qué celebrar por sus 100 años. Al contrario, se considera su víctima, pues ese partido desde sus inicios fue respaldado por gente adinerada -como los hacendados que fueron despojados de sus grandes propiedades con el reparto agrario- y por la jerarquía católica, afectada por el laicismo de los revolucionarios, que la llevó a encabezar un movimiento armado conocido como la guerra cristera.
Nada comparado con lo que hizo hace un siglo Porfirio Díaz, cuando México ya era reconocido internacionalmente y tenía el prestigio de ser una nación en pleno desarrollo. Entonces se hizo el Ángel de la Independencia, se publicó la excelente antología de literatura mexicana escrita en el primer siglo de vida independiente, se fundó la Universidad Nacional. Tres grandes acciones, de entre muchas otras, que no han perdido vigencia y aún forman parte de la identidad de México. Este 2010 no se ve algo que pueda llegar a ese nivel.
Si queremos conmemorar los 200 años de independencia y los 100 de la revolución, por qué no honrar los festejos con el objetivo de recuperar la buena imagen de México ante el mundo, por qué no acabar con la impunidad y los privilegios de los políticos, con sus gordas quincenas, con el despilfarro del erario, por qué no disminuir en realidad la pobreza, la injusticia, por qué no impulsar un nuevo y eficiente proyecto educativo (con perdón de la Gordillo).
Y desde aquí propongo una sola propuesta que es viable y relativamente fácil de llevar a cabo: un complejo de cines que se dedique de manera primordial a la difusión del cine nacional y latinoamericano; apuesto que todos lo celebrarían, incluso los demás países de América, quienes tienen el mismo problema que México en cuanto a la nula distribución de sus películas en los cines comerciales, cuyas carteleras son acaparadas por la cintas hollywoodenses. Un espacio para la exhibición de nuestro cine es vital y necesario, puede ser un buen negocio e incluso sería causa de elogio.
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Hace tiempo Octavio Paz hablaba de la falta de cultura política de los mexicanos para evitar que los cambios necesarios se hicieran por medio de la fuerza y la violencia; decía que para lograr una transformación es preferible tener una conciencia ciudadana para organizarse y luchar por medios institucionales. Actualmente, esto se ve muy difícil.
Porfirio Díaz afirmaba lo mismo antes de la revolución. En 1908 expresó que México estaba listo para la democracia: "He esperado pacientemente el día en que el pueblo mexicano esté preparado para escoger y cambiar a sus gobernantes en cada elección, sin peligro de revoluciones armadas, sin atentar contra el crédito nacional y sin estorbar el progreso del país. Creo que este momento ha llegado…".
Francisco Ignacio Madero, después de ganar la revolución y llegar a la Presidencia de la República, instó a seguir la transformación en la arena política, por la vía pacífica e institucional, ya no por las armas, llamado que poco influyó en los que lo derrocaron y asesinaron 18 meses después.
Después de años de sangre y violencia por el poder, de la muerte de Venustiano Carranza y Álvaro Obregón, llegó Plutarco Elías Calles a decir que ahora sí era tiempo de acabar con el caudillismo, que México debía encauzar sus ánimos por medio de las instituciones, que ya no debía intentar la vía armada para transformarse a sí mismo. Pero han pasado ya cien años desde la Revolución mexicana y ¿qué hemos logrado? ¿Por qué no podemos decir con seguridad que no habrá un estallido social? ¿Por qué se piensa en la Revolución nuevamente? Porque todo sigue igual en el fondo.
En 1915, un escritor y periodista que vivió la revolución, Martín Luis Guzmán, expresó:
[…] No cabe duda de que el problema que México no acierta a resolver es un problema de naturaleza principalmente espiritual. Nuestro desorden económico, grande como es, no influye sino en segundo término, y persistirá en tanto que nuestro ambiente espiritual no cambie. Perdemos el tiempo cuando, de buena o mala fe, vamos en busca de los orígenes de nuestros males hasta la desaparición de los viejos repartimientos de la tierra y otras causas análogas. Éstas, de gran importancia en sí mismas, por ningún concepto han de considerarse supremas. Las fuentes del mal están en otra parte: están en los espíritus, de antaño débiles e inmorales, de la clase directora; en el espíritu del criollo, en el espíritu del mestizo, para quienes ha de pensarse en la obra educativa. […] He querido poner de manifiesto el dato interno que apunta por entre la maleza de conceptos fragmentarios que han informado nuestra vida política doctrinal: padecemos penuria del espíritu.
No soy escéptico respecto de mi patria, ni menos se me ha de tener por poco amante de ella. Pero, a decir verdad, no puedo admitir ninguna esperanza que se funde en el desconocimiento de nuestros defectos.
Nuestras contiendas políticas interminables; nuestro fracaso en todas las formas de gobierno; nuestra incapacidad para construir […], todo anuncia, sin ningún género de duda, un mal persistente y terrible, que no ha hallado, ni puede hallar, remedio en nuestras constituciones ni depende tampoco exclusivamente de nuestros gobernantes […].
La reflexión, la idea de Martín Luis Guzmán persiste en el aire de México; me adhiero a ella. No por nada escribió José Vasconcelos: "Por mi raza hablará el espíritu".
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1910-2010: ¿Qué esperamos? Lo que estemos dispuestos a hacer.
Definitivamente a este país le hace falta un temblor (no es literal), algo que cimbre la estructura, una sacudida al sistema, un chingadazo en la cara de cada uno de nosotros para que despertemos, para que de este hartazgo y esta inconformidad en que nos refugiamos surja otro México, más adecuado a este tiempo que pasa como el viento y todo se lleva, y a este mundo que avanza a la velocidad de la luz, cuando aquí andamos en tortuga o en burro.
Hay que tirar ideas y una que otra cosa, desechar lo preestablecido, revolcar, acabar de una vez por todas con figuras y mitos que ya no nos sirven. Avanzar a contracorriente, provocar, causar un alboroto, ir contra el lugar común, echar una chispa que desentuma las cabezas, que altere las conciencias, quitarnos ese marasmo, acabar con el estancamiento que creemos que es eterno, descongelar la mente, el espíritu, y dejarlo en libertad, que haga lo que se le dé la gana. Arriesgarnos, aventarnos al vacío, derrumbarnos, caer hasta el fondo, estar casi muertos: sólo así entenderemos que es hora de levantarnos: equivocarnos, errar y levantarnos, intentar nuevamente hasta el cansancio, hasta lograr lo que deseamos.
Esto es una cuestión individual, creo que esta vez la revolución es interna, es de cada quién: se trata de destruirnos a nosotros mismos, de golpearnos en la frente, de ir contra sí mismo, de pensar que el único enemigo a vencer está frente al espejo. Basta de echar la culpa al gobierno, a los partidos, a los políticos, a la naturaleza, a la familia, a los amigos, a la pareja, a la televisión; la transformación, el cambio, la revuelta es personal. Desde su trinchera, hacer cada uno lo que le corresponde. Y nada más. De este México todos tenemos la culpa.
Todo esto se puede encauzar, llevar a cabo, a través de la crítica y la autocrítica, enfrentarnos por medio de la disputa, salir del letargo a través del debate, demolernos con la crítica, que de eso algo bueno saldrá. La discusión nos quitará la condición de piedras que lleva el río quien sabe adónde.
Hemos visto que la vía armada dura años, cuesta muchas vidas, abunda en sufrimiento, pocos son los que se benefician con el reparto del poder, después se pelean entre ellos, hacen una reforma para calmar los ánimos y al final la mayoría de los ciudadanos se quedan como siempre, esperando…
La revolución empieza por uno mismo. Eso creo. Es más lenta pero más segura, más sólida y más duradera. Comienza por la educación de sí mismo, la tolerancia, ser justo con los demás y pensar siempre en el otro.
Regularmente la gente quiere paz y tranquilidad, una vida estable que la deje disfrutar de este mundo. Sin embargo, esto es la simple postura, la humilde opinión de uno de los más de cien millones de personas que vivimos en México. Aunque no se desee una revuelta armada, aunque uno no la quiera, la revolución brota, surge sin pedir permiso, la violencia es espontánea, es un estallido producto de la pasión, y la razón no puede controlarla, se queda paralizada sin lograr hacer nada. Cuando alguien se enfurece por cualquier causa, se echa todo encima, se avienta sin siquiera pensarlo: algo semejante pasa con la revolución.
* * *
Estas largas palabras quieren abrir la discusión. Y no se piense que no estimo a este país: la crítica es una forma de quererlo. Después de estas líneas, tal vez seamos acusados de "Alta traición", entonces diremos con José Emilio Pacheco:
No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
-y tres o cuatro ríos.
Al final, lo único que nos puede quedar, lo único que podemos presumir como nuestro, es el entusiasmo de seguir a pesar de todo. La Revolución hace mucho que está muerta, pero forma parte de la memoria colectiva, es un símbolo que sigue en la mente, en el corazón, en el alma y en el espíritu de la mayoría de los mexicanos. No nos estanquemos en los recuerdos, reflexionemos y planeemos el porvenir. Tenemos que hacer memoria y diseñar nuestro futuro como individuos y como nación.
En última instancia siempre nos queda el sueño.
"Vosotros traéis el desengaño; nosotros, la esperanza", dijo un día de hace más de 100 años Manuel Gutiérrez Nájera, como si lo fuera a decir mañana.
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